Volver a la rutina nunca es fácil. Tras un verano de reencuentros y despedidas, me encuentro de nuevo frente al teclado, reflexionando sobre el papel de la inteligencia artificial en nuestras vidas. Mi amigo D. y yo hemos debatido en numerosas ocasiones sobre un concepto que Einstein llamaba la «octava maravilla del mundo»: el interés compuesto. Solo que ahora, D. lo ve aplicado a la IA, y su visión no es precisamente alentadora.
La inteligencia artificial, dice, ha tomado este principio silencioso y lo ha convertido en una fuerza implacable en la vida moderna. Capitaliza la riqueza, el conocimiento, las redes y el tiempo, porque las máquinas no duermen. Lo que antes tomaba siglos ahora ocurre en años, ensanchando la brecha de desigualdad a un ritmo que ningún gobierno puede contener.
El problema, como lo ve D., es que mientras la IA acelera el aprendizaje para los alfabetizados y educados, para quienes carecen de recursos, se convierte en una herramienta más de desinformación y entretenimiento. La brecha de conocimiento se capitaliza a doble velocidad que la brecha de riqueza, lo que podría llevar a disturbios sociales.
Mi amigo dice que la IA no es ideología, es matemáticas. Pero mi mujer, siempre optimista, cree que también puede democratizar el conocimiento. Yo, por mi parte, creo que ambos tienen razón. La clave está en cómo se utiliza la inteligencia artificial.
A nivel personal, he decidido fomentar el uso de la IA en mi familia, pero sin olvidar nuestras cualidades humanas. Porque aunque la IA pueda ser una espada de doble filo, la humanidad es irreemplazable.

