Hay días en los que uno se pregunta si el mundo ha perdido el norte. El America’s AI Action Plan, lanzado por la administración Trump, es uno de esos momentos que te hacen cuestionar todo. Presentado como una visión estratégica para el país, este plan es en realidad un cheque en blanco para las grandes compañías tecnológicas. ¿Reglas? ¿Burocracia? Olvídate. Aquí lo que importa es dar rienda suelta a la innovación, cueste lo que cueste.
Es casi como si Silicon Valley hubiera escrito el guion. La narrativa es clara: menos restricciones, más poder para quienes ya dominan el mercado. ¿Quién necesita normas ambientales o requisitos de transparencia cuando puedes tener un campo de juego libre de obstáculos? El Estado se convierte en el mejor amigo de las Big Tech, dispuesto a facilitarles todo tipo de privilegios y subsidios.
Y claro, no es solo un agradecimiento a los donantes generosos. Es la imposición de un modelo que desprecia cualquier regulación de corte europeo. Derechos digitales, equidad, protección social… todo eso queda relegado a un segundo plano. La obsesión por eliminar cualquier mención a la diversidad o el cambio climático deja claro que el debate social no tiene cabida aquí.
La ética se convierte en un estorbo. No hay reflexiones serias sobre los riesgos asociados a la inteligencia artificial, como el desempleo tecnológico o la discriminación algorítmica. Aquí lo que importa es innovar, incluso si ello implica pisotear principios básicos de protección ciudadana.
El plan otorga al Estado federal la capacidad de vetar cualquier regulación que contradiga los intereses de la industria. Centralización y desregulación son las palabras clave. La narrativa del progreso infinito se utiliza como cortina de humo para un cambio de paradigma inquietante, sacrificando incluso el todopoderoso copyright.
Este no es un plan de inteligencia artificial al servicio de la sociedad. Es la victoria del interés privado sobre el interés general. Un modelo que Europa debería observar con cautela, y no como ejemplo. Porque al final, la pregunta es: ¿a quién sirve el progreso? En Estados Unidos, la respuesta ya está escrita.

