Cuando una herramienta resuelve algo por nosotros, alivia. Pero si lo hace siempre, puede atrofiarnos. Esta paradoja, descrita por Marshall McLuhan como la «ley de reversión», cobra fuerza con la IA. Lo que nació para potenciar la mente humana, podría estar debilitándola.
Estudios recientes advierten sobre el llamado “sedentarismo cognitivo”: dejar que la inteligencia artificial piense por nosotros implica que pensemos menos. Y eso no es gratuito. La memoria se debilita, la atención se dispersa y la creatividad se empobrece.
Ya en 2015, se hablaba de “amnesia digital”, y del “efecto Google”, por el cual recordamos menos porque confiamos en que la tecnología lo hará por nosotros. Hoy, con ChatGPT y otros asistentes, el fenómeno se ha multiplicado: los estudiantes piden resúmenes, ideas, enfoques, sin tocar una sola fuente.
Para el sociólogo Diego Hidalgo, podríamos acabar necesitando “gimnasios para el cerebro”. Porque la inteligencia humana no es fija: crece o se deteriora según la ejercitemos. Si delegamos en exceso, nos volvemos dependientes.
Además, la saturación de textos generados por IA impide encontrar información fiable. Freya Holmer, crítica tecnológica, lo llama “cáncer parásito de la red”: la IA genera tanto contenido, que lo humano se diluye.
Los expertos coinciden: no se trata de demonizar la herramienta, sino de saber usarla. Como explica David Vivancos, si dejamos que la IA piense por nosotros, perdemos lo que nos hace únicos: nuestra capacidad para imaginar, cuestionar y crear.