En una entrevista que sacudió al mundo científico, Geoffrey Hinton, considerado uno de los padres fundadores de la inteligencia artificial moderna, soltó una frase que pocos esperaban: «La amenaza de la IA es más urgente que el cambio climático».
No lo dijo a la ligera. Hinton ha dedicado su vida a desarrollar redes neuronales artificiales. Pero lo que una vez fue un sueño de progreso, hoy le genera inquietud. “No quiero devaluar el cambio climático”, aclaró, “pero con la IA, no está claro qué se debe hacer”. Esa incertidumbre es, precisamente, lo que le asusta.
Para él, no se trata solo del riesgo de desempleo o manipulación digital. Habla de un peligro existencial: el desarrollo de sistemas tan inteligentes que escapen a nuestro control. A diferencia del cambio climático, cuya solución es “simple” —dejar de quemar carbono—, en la IA no hay una hoja de ruta clara. Ni siquiera sabemos cuándo una IA cruzará la línea de lo previsible.
Hinton reclama cooperación urgente entre empresas tecnológicas y gobiernos. No basta con dejar el destino de la humanidad en manos del mercado o la iniciativa privada. “Los líderes tecnológicos entienden lo que está en juego. Ahora los políticos deben actuar”, sentenció.
Su voz no es la única. Yuval Noah Harari, Tristan Harris o Elon Musk han alertado sobre esta misma amenaza. Pero el avance de la IA sigue acelerado, con cada semana trayendo un nuevo modelo, más potente que el anterior.
Al mismo tiempo, Hinton reconoce el potencial positivo: la IA puede ayudar a predecir fenómenos climáticos extremos, gestionar recursos y optimizar tratamientos médicos. Pero también puede agotar esos mismos recursos si no se regula.
El reto está claro: cómo frenar lo que no sabemos si tiene freno. Y cómo protegernos de una tecnología que todavía estamos aprendiendo a entender.

