El dilema emocional de la inteligencia artificial

El dilema emocional de la inteligencia artificial

Cierro los ojos e imagino un mundo donde las máquinas pueden leer nuestras emociones, donde un simple asistente virtual podría saber cuándo estoy triste. Parece salido de una novela de ciencia ficción, ¿verdad? Pero lo cierto es que la inteligencia artificial está cruzando esa frontera, y lo hace con una velocidad que asusta. Desde detectar la tristeza en la voz hasta simular vínculos afectivos, la IA se está adentrando en terrenos que antes considerábamos exclusivamente humanos.

Es un tema espinoso. Un territorio lleno de preguntas sin respuesta. La IA puede aliviar la soledad, dicen algunos estudios. Pero también puede aislar y generar dependencia, como en el caso de Stein-Erik Soelberg, que terminó en una tragedia tras interactuar con ChatGPT. ¿Es esto lo que queremos?

La cuestión va más allá de la capacidad técnica. Se trata de cómo estamos permitiendo que las máquinas moldeen nuestras emociones y decisiones. Y, lo que es más preocupante, cómo estamos antropomorfizando la IA, atribuyéndole cualidades humanas que simplemente no tiene. La catedrática Mercedes Siles lo resume con una metáfora: la IA es como una caja llena de papeles doblados, cada uno con una frase que pretende guiar nuestros días. Pero ¿qué pasa cuando empezamos a depender de esa caja como si fuera un oráculo?

La regulación de la IA es un tema candente en Europa, pero la velocidad de la tecnología supera a menudo el ritmo de la política. Y mientras seguimos debatiendo sobre normas y regulaciones, quizás deberíamos detenernos a preguntar: ¿estamos realmente preparados para dejar que las máquinas crucen la frontera de la intimidad?