La inteligencia artificial, ese cerebro incansable que funciona siempre y cuando haya electricidad, está cada vez más presente en nuestras vidas. ¿Quién no ha usado un teclado predictivo, ha recibido recomendaciones en plataformas de streaming o ha tenido una nevera que avisa cuando falta leche? Está claro, llevamos años conviviendo con la IA, pero el verdadero desafío no es la máquina, sino cómo la usamos.
Hoy en día, la clasificamos en tres categorías: IA débil, inteligencia artificial general y superinteligencia. Pero, seamos sinceros, solo la primera forma parte de nuestro día a día. Las otras dos son aún sueños lejanos. Sin embargo, la llegada de herramientas como ChatGPT ha reavivado el eterno debate: ¿las máquinas acabarán con nuestros trabajos? Desde mi experiencia, no a corto plazo. Puede que algunas tareas cambien, pero el papel de los expertos sigue siendo insustituible.
Los sistemas generativos de IA pueden proponer soluciones, pero aún necesitan la supervisión humana para validar y corregir. Un ejemplo claro lo vimos en Wimbledon, donde la IA sustituyó a los jueces de línea, con algún que otro error que perjudicó a los jugadores. La tecnología aún no tiene el contexto completo para interpretar la realidad como lo haría un ser humano.
Y hasta que no logremos una IA general, capaz de simular la inteligencia y el aprendizaje humano, no deberíamos preocuparnos por un reemplazo masivo. El verdadero desafío ahora es formarnos en los fundamentos de la IA para hacer un uso correcto de ella y reforzar las habilidades que nos hacen humanos: empatía, creatividad y ética.
Como docente en el Máster de Inteligencia Artificial de Tokio, cada día veo cómo la IA ya está transformando la educación y los negocios. Existen herramientas que personalizan el aprendizaje, corrigen exámenes y ofrecen tutores virtuales. Pero, al final, todo recae en cómo decidamos usarla. El futuro de la IA no depende solo de los avances tecnológicos, sino de nosotros.

