En un movimiento estratégico y audaz, Rusia ha decidido emprender un camino hacia la independencia tecnológica, separándose de Occidente. La motivación detrás de este esfuerzo es doble: lograr una soberanía digital completa y consolidar un aislamiento ideológico. Lo que comenzó como una respuesta a las sanciones internacionales se ha convertido en la construcción de un nuevo telón de acero, esta vez digital.
El Kremlin ha estado desarrollando su propio ecosistema tecnológico, desde sistemas operativos alternativos como Astra Linux, utilizado por sus Fuerzas Armadas, hasta navegadores y motores de búsqueda como Yandex. El objetivo es claro: eliminar la dependencia de herramientas tecnológicas de empresas americanas y europeas como Microsoft y Google.
Pero Rusia no se detiene en el software. También está avanzando en la creación de sus propios procesadores, como Elbrus y Baikal. Aunque enfrenta limitaciones debido a su dependencia de países como China e India, la nación está decidida a reforzar sus lazos con los países del BRICS, desafiando el orden económico global y ofreciendo una alternativa al modelo occidental.
Sin embargo, el aspecto más alarmante de esta estrategia es la implementación de lo que denominan «internet soberana». Desde 2019, Rusia ha estado diseñando un sistema capaz de funcionar de manera aislada del resto del mundo. Este proyecto, bajo el pretexto de la seguridad nacional, establece DNS nacionales obligatorios y mecanismos para redirigir el tráfico digital dentro de sus fronteras.
Esta soberanía tecnológica no solo busca proteger infraestructuras críticas, sino también controlar la información y vigilar a los ciudadanos. Rusia ha invertido significativamente en inteligencia artificial, reconocimiento facial y tecnologías de vigilancia masiva, en colaboración con China.
El régimen de Putin, en nombre de la autodeterminación digital, está construyendo una estructura de control que podría afectar la libertad de expresión y el acceso a la información. Occidente, por su parte, debe decidir si acepta esta desconexión como parte de la nueva normalidad o si defiende la universalidad de una red abierta y libre.
La pregunta clave es si el mundo está preparado para coexistir con sistemas digitales paralelos, donde la censura y la represión podrían ser la norma. La fragmentación tecnológica no es solo una cuestión geopolítica; es una batalla de valores. Permitir que se imponga un modelo digital cerrado implica ceder terreno en la defensa de las libertades fundamentales.