En un mundo donde la innovación tecnológica no da tregua, hay una cara menos visible de la inteligencia artificial que amenaza con convertirse en un problema estructural: la basura electrónica. Mientras las empresas invierten miles de millones en desarrollar chips cada vez más potentes para alimentar los modelos de IA, pocos se detienen a pensar en qué ocurre cuando estos componentes quedan obsoletos.
Ana Valdivia, experta en políticas de IA en la Universidad de Oxford, lo explica sin rodeos: “el ciclo vital de estos chips es de tres a cinco años, y luego se desechan”. Aunque a menudo se ensalza el poder de la IA para transformar sectores enteros, no se menciona tanto el coste ambiental que deja a su paso.
Reciclar estos componentes no es sencillo ni barato. De hecho, la mayoría acaba incinerada o en vertederos, liberando materiales tóxicos o dejando escapar metales valiosísimos como oro, plata, cobre o paladio. En 2022, se generaron 62 millones de toneladas de residuos electrónicos en el mundo, de los cuales solo el 22% fue reciclado, según la ONU.
Empresas como Movilex en España intentan revertir esta tendencia, logrando tasas de reciclaje del 99% en algunos dispositivos. También se están dando pasos importantes desde la investigación pública, como la planta piloto que desarrolla el CSIC para recuperar metales estratégicos, en colaboración con el proyecto europeo RC-Metals.
Pero el reto no es solo técnico. Valdivia reclama que se legisle para obligar al reciclaje y que se limite la expansión descontrolada de centros de datos. “Tenemos que pensar como sociedad qué tipo de tecnología queremos”, sentencia. Porque si la IA es el futuro, la basura que deja atrás también lo será.