Imagina un futuro donde la inteligencia artificial detecta enfermedades antes de que se manifiesten, adapta el aprendizaje al ritmo de cada estudiante y ayuda a reducir desastres naturales. Ese mundo está al alcance… pero no para todos.
La IA tiene el potencial de transformar vidas, pero también puede profundizar desigualdades. ¿Quién se beneficiará realmente? La respuesta no es técnica, sino política y social.
Mientras los gigantes tecnológicos invierten en automatización para sustituir trabajadores y maximizar beneficios, muchos países en desarrollo apenas pueden acceder a estas herramientas. Sin infraestructura, datos o inversión, corren el riesgo de quedarse aún más atrás.
Sin embargo, hay una ventana de esperanza. Los costes del desarrollo de IA están disminuyendo. Modelos como el de la startup china DeepSeek cuestan mucho menos que los de OpenAI. Esto abre la puerta a una IA más accesible para países con menos recursos.
Pero no basta con que la tecnología sea barata. Hace falta voluntad política y colaboración global. La IA puede mejorar la sanidad, personalizar la educación, empoderar a mujeres y jóvenes en economías frágiles. Pero todo eso requiere inversión en capacidades, infraestructuras y marcos éticos.
Si no se establecen reglas claras, la IA puede utilizarse para vigilar, manipular o discriminar. La ONU y otras organizaciones deben liderar un consenso global sobre principios como la transparencia, la soberanía de los datos y el acceso equitativo.
El reto no es solo de gobiernos o empresas. La sociedad civil también tiene un papel clave, como ocurrió con el sufragio femenino o el cambio climático. Exigir una IA al servicio de todos no es una utopía. Es una necesidad urgente.