Un libro llamado Hipnocracia apareció en el mercado como un ensayo valiente sobre el poder digital. Su autor, Jianwei Xun, parecía prometer una nueva voz en el pensamiento contemporáneo. Pero pronto se descubrió el secreto: no era un autor. Ni siquiera era una persona.
El texto había sido generado por dos plataformas de inteligencia artificial, y su verdadero creador —el filósofo italiano Andrea Colamedici— había querido experimentar con los límites de la creación literaria.
Este caso no es único. Cada vez más textos creados con IA se publican en plataformas como Amazon, donde incluso se han tenido que establecer límites: solo se pueden subir tres libros al día por autor. ¿El motivo? La avalancha de obras fabricadas con bots.
Autores consagrados como George R. R. Martin o Margaret Atwood han levantado la voz: hay libros que se venden bajo su nombre sin que ellos los hayan escrito. Y aunque la IA no puede igualar el talento humano, sí puede imitarlo lo suficiente como para engañar a muchos lectores… y, lo más preocupante, hacer negocio con el trabajo ajeno.
Aplicaciones como Book Wizard AI o Story Maker están al alcance de cualquiera y permiten generar tramas, diálogos o capítulos enteros a partir de unas pocas instrucciones. Lo que para algunos es una herramienta de ayuda creativa, para otros es una invasión.
«Nosotros escribimos porque lo amamos, no para que lo haga una máquina», comenta la escritora Clara Mendívil. Ella participó en Máquinas que cuentan historias, una obra que analiza cómo la IA se está infiltrando en la literatura. Para Mendívil, las carencias son evidentes: “La IA no tiene alma. Puede imitar, pero no sentir”.
A esto se suma una legislación insuficiente. El reglamento europeo actual pone el foco en las plataformas, pero no protege suficientemente a los creadores. Desde CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) lo tienen claro: la IA no debería entrenarse con obras sin el permiso de sus autores. Según una encuesta reciente, el 96,5% de los escritores lo rechaza frontalmente.
El debate no es solo tecnológico: es ético, económico y cultural. Porque la literatura no es solo producto, también es expresión humana. Y, por ahora, ninguna máquina sabe lo que es vivir, sufrir o amar.